El sexo había sido el centro de su vida en los últimos años: había viajado para follar, había mentido y engañado para follar, había dejado atrás a muchos de sus amigos para follar e incluso había llegado a pagar para follar. Se levantaba pensando en quién se iba a follar ese día. Trabajaba esperando que llegara el fin de semana para pasárselo entero follando. A veces eran hasta tres y cuatro polvos al día con personas diferentes, sin dejar nunca escapar una oportunidad.
En algún momento se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y creía que estaba destrozando su vida. Por eso decidió dejarlo. Se acabó el sexo. O al menos el sexo libre con cualquiera y sin ataduras: a partir de ahora solo follaría con su pareja cuando la tuviera.
Y pensó que, al igual que hacen los gordos cuando deciden ponerse a régimen tres meses que se dan un banquete pantagruélico que dura un día entero, él debía darse un homenaje sexual por todo lo alto antes de su definitivo adiós. El plan era pasarse 24 horas follando sin parar con todos los tíos con los que había compartido estos últimos 5 años de sexo. Buscó en la agenda del móvil y por las redes sociales a todo aquel con el que había compartido cama en algún momento y les envió este mensaje:
“A partir del próximo lunes me retiro del sexo. Organizo una despedida especial de 24 horas a partir de las 7pm del sábado. Si quieres pásate en cualquier momento, quizá estemos solos o con más gente pero seguro que lo pasaremos bien.”
Sabía que muchos no iban a contestar: unos porque se creyeron los únicos amantes fieles, otros porque no aceptaban la idea del sexo en grupo. Pero para su sorpresa muchos de los que a priori creía que no se apuntarían aceptaron, probablemente deudores de tantas horas de sexo en el pasado creyendo hacer lo correcto correspondiendo en una formal despedida. En pocas horas muchos confirmaron su asistencia: el camarero de aquel bar de tapas, el estudiante de medicina, el auditor puteado, varios dependientes de tiendas de ropa y varios peluqueros, un par de jovenzuelos ninis … Al final la lista provisional de invitados superaba los 40. Muchos preguntaban a qué hora estaría aquello más ambientado y otros preferían que les dijese una hora más tranquila. Pero él se negó a intentar repartirlos en el tiempo y solo les decía “ven cuando te apetezca o te venga mejor, lo mismo a las 9 de la noche que a las 3 de la mañana. Igual vienes y participas en una orgía que 12 que follamos tú y yo solos a la luz de las velas y te quedas a dormir”.
24 horas follando eran muchas, incluso para él, así que entre los preparativos más convencionales (12 toallas, 14 rollos de papel higiénico, 6 cajas de condones, alcohol, marihuana ect…) incluyó otros excepcioales: un par de gramos de cocaía y varias pastillas de viagra.
El primero en llegar fue Rafa, un chico que había estado enamorado de él y que acabó dándolo por imposible. Llegó a las 5 de la tarde, 2 horas antes, decía que quería ser el primero en despedirse e irse antes de que empezara todo aquello. Pero su gozo en un pozo: cuando estaban fumándose un porrito previo apareció Lucas, un actorcillo venido a menos despistado con la hora como siempre. Pero Rafa estaba muy positivo y pronto empezó el trío que inauguraba la despedida. Cuántas cosas debieron de pasar desde ese momento hasta las 7pm del domingo en las que por fin se acostó abrazado al pequeño Javi que cuando cerró los ojos no sabía si a al levantarse a la mañana siguiente todo seguiría como antes, habría dejado definitivamente el sexo o se suicidaría.
Ya era hora majete!
Siempre he fantaseado con la idea de caer en una espiral así, y de ser el Joe Graham de mi propio Strapped.
Feliz Agosto pastosete!
Te retiras???
Con las ganas que hay de probar contigo…
JSin! cuánto tiempo sin leerte! Muchas gracias!
Y Dinboxers… yo no me retiro, está en la sección de relatos, jejeje
Jajajaja, los relatos siempre esconden deseos del subsconciente :p
Aunque, si no te retiras 🙂 el deseo oculto de este relato tendrá que ser otro 😉
Mi extraño padre.
Por el usuario: jete1 | Ver todos sus relatos
No conocí a mi padre, a pesar de vivir juntos más de quince años. Nunca supe cuáles eran sus preferencias. No le interesaba el futbol, los toros, el cine ni la tele. Jamás le oí entonar una canción, no parecía disfrutar con la música. Tampoco llegué a descubrir sus inclinaciones políticas ni ninguna otra de sus aficiones.
No le gustaba leer ni siquiera el periódico. No practicaba deporte. Pasaba la mayor parte del día fuera de casa y el poco tiempo dentro lo dedicaba a dormir. Llegaba cuando menos lo esperabas, bebido y oliendo a humo de tabaco, se duchaba, comía algo, casi siempre de pie en la cocina y dando cacharrazos, cuando no eructando ruidosamente, jamás fregaba lo usado ni tiraba los restos a la basura. Cuando terminaba se acostaba. Horas después pegaba un salto, pasaba largo rato en el baño, afeitándose, tosiendo, escupiendo. Salía con prisas y cara de pocos amigos, sin despedirse ni aclarar cuando regresaría.
Trabajaba de camarero en el centro de la ciudad, era toda la explicación disponible, la única respuesta a mis incógnitas. Fumaba y bebía, según supe mucho más tarde, casi desde que era un niño, lo que explicaba en parte su carácter taciturno aunque si lo veías en su ambiente era bastante sociable, un tipo simpático, sonriente, al menos los ratos en que yo estaba allí, claro que era parte de su trabajo, tal como él lo entendía.
Yo suponía que debía tener muchos amigos pues cada día regresaba de madrugada, casi al amanecer, ya fuera invierno o verano y no lo imaginaba por ahí vagando sólo. Su cartera reventaba de tarjetas con nombres de bares y clubes, seguro tenía colegas, compañeros de juerga al menos. Hubiese dado mi mano derecha por ver adónde iba, qué hacia una noche cualquiera. Yo en aquel momento aún no salía por mi cuenta, ni sospechaba qué podía ser. Confiaba en que tarde o temprano me enteraría, pero los años iban pasando y seguía siendo un completo misterio para mí.
Tenía mis hipótesis por supuesto. Una doble vida, ¿por qué no? Aunque en realidad los dobles seríamos nosotros pues apenas compartíamos con él la misma casa y casi siempre en horarios opuestos. Tal vez una afición incontrolable por el juego, aunque nunca perdía dinero ni le buscaban los acreedores. Una amante o muchas, prostitutas quizás. Otros hijos y otra casa desde luego que no. Para qué cargar con responsabilidad tal cuando tenía cuatro de los que ni recordaba las edades.
No era lo que se dice un tipo familiar, no mantenía relación ni con sus hermanos, salvo un par de veranos que pasamos las vacaciones en su pueblo. El resto del tiempo no se visitaban ni telefoneaban, tampoco a su madre que también bebía. Sin embargo cuando ella murió, se llevó tres días sin salir del dormitorio ni para comer. Por no cruzarse con nadie ni fue al baño hasta asegurarse que todos estábamos en el salón o ya dormidos. Supe el motivo del encierro cuando mi madre lo comentó a escondidas. De sus labios no salió una palabra sobre el tema.
Ni antes ni después habló de su infancia, nunca le oímos mencionar anécdota o recuerdo de su niñez. Cero acerca de su padre, excepto que era pescador y falleció cuando aún éramos pequeños. Ningún detalle sobre su carácter, ni uno solo de sus defectos o virtudes, ni una escena que mereciera la pena compartir. Parecía avergonzarse de ellos o ¿o de nosotros o de sí mismo? Parecía como si los hubiera enterrado en algún rincón de su mente, en el pozo sin fondo donde reposaban a salvo el resto de sus recuerdos, experiencias, miedos, ilusiones o preferencias personales.
Es cierto que hablaba poco, a no ser que andase bebido, su verborrea entonces -enunciada en tono grandilocuente y supuestamente aleccionador- carecía de mensaje, limitándose a una sarta de frases hechas sobreadjetivadas y repetidas machaconamente hasta el infinito. Había que trabajar como un mulo para ganarse el jodido futuro, había que partirse los putos cuernos, la gente era monstruosamente mala, mi madre estaba como una cabra, en la vida había que tener orgullo y no acojonarse como una llorona, si no obedecías o repetías una vez más que querías volver a la cama, que eran las tantas y tenías que madrugar para ir al colegio… te iba a enseñar lo que valía un peine. Todo eso tras confundir tu nombre treinta y tres veces con el de tu hermano y justo antes de caer dormido y clavar la frente en un plato de sopa helada.
Cuando se marchó para no volver yo era un adolescente, sobreprotegido bajo las alas de mi frágil y católica madre y mi estricto abuelo materno, votante socialista con vocación frustrada de guardia civil franquista. Crecí junto a ellos y con la sombra intermitente de un extraño entrando y saliendo de su cuarto. Un perfecto desconocido que se cruzaba en el pasillo envolviéndome en una nube de sudor, alcohol y tabaco cuando llegaba de la calle o de aroma dulzón a aftershave willians y litros de desodorante cuando salía del baño y se dirigía apresurado a refugiarse en su habitación.
Solía detenerse entonces un instante frente a mi cuarto. Jamás llamaba a la puerta, lo que no me gustaba aunque en realidad no hiciese falta. Esperaba su visita, conocía perfectamente el motivo y la urgencia, venía a pedir -a mi o a cualquiera – que lo despertasen una hora o dos más tarde. Nada más, a veces un “¿qué, como llevas los estudios?” O “¿tú en qué curso estabas? Cuando no ¿Cuántos años tienes ya?” Jamás se interesó en la materia a estudiar ni preguntó cómo me llevaba con mis compañeros o profesores o si me había peleado o enamorado alguna vez, nunca asistió a una reunión de padres de alumnos o ningún otro acto escolar, ni me propuso ir juntos a pasear ni me enseñó a nadar o montar en bici… Ese instante en mi cuarto era todo el contacto padre hijo al que podía aspirar. Yo sentado frente a mis apuntes, él de pie fumando y en calzoncillos. Por lo que lógica aunque inútilmente llegué a valorar el momento y sentirme celoso de mis hermanos cuando les encargaba la misión.
La adolescencia no hizo sino aumentar mi celo en todos los sentidos, me pasaba las horas masturbándome o planeando el momento para hacerlo, experimentaba el nuevo descubrimiento en soledad, no imaginaba situaciones que envolviesen a otros en escena o relato alguno, sólo quería abstraerme del entorno, de mí mismo, despegar los pies del suelo y flotar como los místicos y superhéroes.
Descubrí el sexo un día por casualidad mientras me enjabonaba en el baño. Hasta entonces todo se limitaba a una cierta atracción por la carne, indefinida y totalmente imaginaria. Ahora era real pero secreto, parte de un misterio que me superaba aunque me incluía y que no planeaba contar a nadie. Cuando mis compañeros comenzaron a bromear en torno a sus propias primeras pajas, yo llevaba ya casi cinco años haciéndolo, me alegró saber que no era el único pero no me sorprendió.
Estaba solo y sólo ansiaba desnudarme y volar, buscaba lugares nuevos, la pared del cuarto de aseo, la frescura de sus azulejos en mi culo mientras me pajeaba frente a las puertas de espejo de un viejo mueble romi, la terraza apersianada o el gastado sofá frente a la tele cuando me quedaba sólo en casa. La cocina, el lavadero, la habitación de mi hermano y mi abuelo, el pasillo, por supuesto la ducha, el semen cristalizado flotando en la bañera. Y al final, como culmen, la habitación de mis padres, el recóndito refugio del peregrino.
No se trataba de conquistar un nuevo espacio para mi juego íntimo, era algo más, algo que aún no tenía nombre o si lo tenía sonaba demasiado parecido al peor de los pecados. En mi hogar no existía el deseo, es decir públicamente. Mi madre y mi abuelo lo habían borrado cada uno a su forma, ella al demonizar a mi padre en su histérica desesperación tras ser mil veces ignorada. Él, con su estricta educación forjada en la más tradicional de las hipocresías, manteniendo la imagen de patriarca católico ejemplar y a su anciana amante a pocos metros de casa, de cuya existencia tardamos más de una década en enterarnos.
Mi padre era un salvaje para ellos, un ser oscuro e intratable, pero nadie podía negar que era también un hombre en su plenitud física, menos que nadie yo que por entonces empezaba a apreciar su cuerpo como nunca antes. La sombra de su barba si un día no se afeitaba, los labios carnosos, las cejas pobladas, el vello espeso y oscuro que cubría su pecho y asomaba en su pubis cuando el calzoncillo no llegaba a taparlo, sus manos grandes, la silueta de su rabo y sus huevos a través de la ropa, su culo y sus piernas. Él fue mi primer hombre cuando el deseo llegó para quedarse.
Recuerdo entrar a despertarle de su siesta y demorarme para contemplarlo dormido. Y, luego, en su ausencia, examinar su lado de la cama, oler su almohada, abrir su puerta en el armario, tocar su uniforme, las corbatas, curiosear en su mesa de noche, su cajón. El rato previo a la visita de mi escrupulosa madre y su implacable fregona, aquel rincón plagado de huellas del extraño se convirtió para mí en una selva virgen lista para ser explorada con mis gafas de rayos x y mi cuaderno de notas de joven indiana jones.
Un calendario con la foto de un enano vestido de lentejuelas y sombrero cordobés, el nombre de un bar con falsa tipografía oriental entre dos palmeras cruzadas. Un par de clínex usados, un cenicero lleno. La estampa de una virgen negra. Un vaso de agua por la mitad. Un llavero. Calcetines sudados, unos slips sucios, de color verde oliva y tejido elástico o de algodón blanco con rayas celestes. Vello púbico, oscuro, rizado, grueso y tieso como un alambre, nada que ver con la pelusilla que tímidamente se insinuaban sobre mi polla o en mis sobacos. Pero por encima, debajo, alrededor y a través de todo, la mezcla de olores embriagadores, difícil de respirar. Como un buzo me sumergía bajo aquella marea con la tarea de rescatar a la superficie cualquier resto del pecio, una prueba concluyente que me acercase a él, que explicase su naufragio. Nunca logré encontrarla, no por entonces.
Me aficioné a esperarlo despierto por las noches, con la puerta de mi habitación ligeramente entornada, lo justo para verle pasar camino de su cuarto primero y después hacia el baño. A veces, sobre todo en verano, salía del dormitorio desnudo para darse una ducha, a esas horas nadie más solía estar despierto, salvo yo que en caso de ser descubierto fingía roncar a pierna suelta. Mi obsesión era verle la polla, por entonces no había contemplado en vivo a ningún hombre desnudo. No tuve mucha suerte, solía taparse con la mano o cuando pasaba me cogía haciendo cualquier otra cosa y apenas podía verle parte del culo, que en todo caso llegó a ser un buen sustituto para una paja, no era muy grande ni musculoso pero si velludo y redondo, daban ganas de tocarlo.
Mis padres por entonces ya casi no se hablaban y cuando lo hacían acostumbraba a degenerar en discusión. Más de una noche uno de los dos dormía fuera del cuarto, ella con alguna de mis hermanas, él en un par de ocasiones en mi propia cama. Ni que decir tiene que yo no pegaba ojo. Una vez entró con la toalla a la cintura, se acerco a mi cama, encendió la lampara de mi mesa de noche, me colocó de lado mirando a la pared, se tumbó junto a mí y al segundo empezó a roncar.
No pude resistirme, me di la vuelta y recorrí su pecho con mi nariz hasta llegar a su vientre, colé mi lengua en su ombligo y luego busqué la abertura en su toalla y pegué la cara hasta quedar frente a uno de sus huevos. Mi corazón botaba a mil por hora pero logré controlar mi respiración y calmarme para no ser descubierto y disfrutar de las vistas. Pude notar su peso y tamaño, era cuatro veces uno de los míos, parecía bien lleno, lo rocé, su piel estaba tirante, duro y suave como seda. Lo lamí un rato y entonces se giro, balbuceo algo en sueños, la toalla quedo pillada bajo su cuerpo, se la quitó de un manotazo, abriendo las piernas y dejando al aire su nabo erecto, grueso desde la base, casi como mi antebrazo, grande y curvado hacia dentro, cruzado por poderosas venas y coronado por un capullo enorme, acampanado, en forma de seta hinchada y de color oscuro, dividido en dos por una profunda hendidura que parecía una boca sonriente de cuyo interior, sin más aviso que un leve temblor, brotó una gota gelatinosa y transparente como una lágrima de cristal caliente, que resbaló por su glande terso y brillante. Bebí aquel licor entre dulce y salado y me corrí sin tocarme. El resto de la noche la pase mortificándome por haberlo hecho.
En otra ocasión mientras me duchaba entró al baño, saludó sin descorrer mi cortina y se sentó al váter sin el menor pudor, permanecí inmóvil y callado como si no estuviera allí. Al acabar tiró de la cisterna, abrió la cortina, me dio un beso y se despidió. Tuvo que notar mi erección.
Años después, cuando ya vivía sólo, uno de mis hermanos se mudaba fuera de la ciudad y me pidió le guardase un par de cajas y una bolsa de viaje. Una vez establecido, reclamó las cajas y dijo que hiciese lo que quisiera con la bolsa, eran cosas de nuestro padre que había dejado en su casa la última vez que paró por allí. Entre bolsas de plástico y medallas gastadas, posavasos, pegatinas, abrelatas, llaveros y mecheros, encontré unos jockstrap blancos, el típico suspensorio con banda elástica ancha, manchados de orina en la bragueta. Los guardé y usé en más de una ocasión pensando que por fin había descubierto un secreto que nos uniría para siempre, algo que nadie más entendería.
Nunca tuve claro si eran suyos o no. Ni si era eso lo que tanto ansiaba encontrar. Y en otros hombres empecé a buscarlo.